El trabajo de mis sueños es poder vivir de la escritura. Mi deseo sempiterno es seguir escribiendo y leyendo sin detenerme hasta mi muerte real, porque, de morir, he muerto unas cuantas veces. También he latido sosteniéndome a un vacío hueco y he bailado de su brazo, hundiéndome y saliendo a la superfície de sus jodidos altibajos, de sus quehaceres cotidianos, llenos de roturas, de cicatrices y de heridas que van sangrando de vez en cuando. Entre las nubes y las ramas, que son raíces, a ras del suelo. Y dime, ¿Qué sería de aquel ser humano que todavía vive por vivir, por amor al arte de andar? Créeme, todos nos hemos suicidado en vida más de dos veces. Y, aún así, mi sueño sigue brillando entre un océano colérico, oscuro y lleno de suciedad. Le dicen pulcritud o, quizás, es aquel latido tan sutil que, hasta que la mente no hace un «click», un cambio de chip, se queda ahí, entre la boca del cielo y del infierno, derramando lágrimas sacas. Pero yo he venido aquí a narrar el trabajo de mis sueños y la realidad está superando la telenovela montada en mi cabeza loca, llena de barbaridades, de desilusiones paranoicas. Porque la ficción es que mi corazón sigue latiendo a mil por hora cada vez que una idea cabalga en mí para luego convertirse en letra, en palabra y en verbo. Para, en definitiva, ser acción, ser un estallido y la singularidad personificada. Denominándose, así, el término, como el arte de la creación. Ven, quédate y ama mi caos.
¿Cuál es el trabajo de tus sueños?
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