No sé ni para qué sigo intentando, eso de ir arrasándote y acabar arrastrándome. «Ahí no es», me mata la consciencia. «Déjalo ir, no estáis destinados», me remata el corazón, y la razón. Voy saliendo del caparazón, la cáscara se quebrantó. Lo siento, por las molestias causadas. Espera, cierro la puerta, y todas las ventanas también, por si entra el moscarrón: tú, que me agrietas poniéndome ojeras, agregándoles amargura, alejando la ternura, restándole sensatez, y cordura. Quiero locura, bebérmela, emborracharme con las estrellas, ser una de ellas. Amargada voy, amargada soy. Quítame, o quítate, el pestillo, el interior, donde late el dolor que va sin color, en una tonalidad grisácea: nos hacemos añicos. Ahora estamos hechos de pedacitos pequeños de nuestros pasados, de un nosotros rasgado, y muy arrugado, que ya ni arreglo tiene. Contiene ambos recuerdos, las sombras del espejismo, la ilusión aquella, rota. Al borde de la dulzura, de la cuerda floja, danza, bailando el vals del amor más triste: el acto, a rebosar de fe, de ir desenamorándose, de ir desencajando, de que aquello que nos unía y nos hacía al unísono, ahora suena como una guitarra sin afinar, como una partitura sin acordes, como una canción sin su melodía. Tan melódicamente me paseo por un atardecer vívido, anaranjado y enrojecido. Significa que la flor, la rosa está amanecida, y querida. El punto final resultó ser otro fin que culmina en el inicio de la semilla, del florecimiento.
Quítate la coraza
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