¿Dejarse florecer o florecerme?

Porque cuando una se deja florecer, ¿Luego qué? ¿Qué de qué? Pues café y sumergirse en un breve latir diferente. Ir de frente, abrir las alas y sonreír porque sí. Cuando el otro día, precisamente ayer, alcé la mirada, vi algunas nubes de algodón en la entrada de mi corazón esperanzado, y esperando a que soplara con chispazos de ternura y vaivenes y de caricias, que estoy aquí latente, presente, queriéndome.

En la repisa de mis pulmones, que se ensanchan, de donde van naciendo flores ensangrentadas, pues ya no se quedan atragantadas ni arraigadas en mi pasado, spoiler: ha nacido un jardín rojizo, escasamente enfermizo, que parecía escurridizo, pero con sus tierras ya serenas, mucha tregua, pues todas las semillas fueron puestas. Y, con un redoble de tambores y dos parpadeos curiosos, ambos coras’ derramaron lo que quedaba de sangre espesa y disecada y negra y, al fin, se sanaron.

¿Qué sucedió, nena? Que el reflejo miró al espejo, o al revés, yo qué sé cómo fue, y se encariñó de una forma tan hermosa, poco rota, que se enamoró in crescendo de la otra yo: la metafóricamente poeta, de donde nace y surge como una seta, aunque paulatinamente, la escritora que fue inédita durante una época muy intensa, ahora extensa.

Y deja que me enrolle con mi futuro, sí, estoy a gusto, y me apetece galantearle, alabarle, jugar con él, hacerle el amor continuamente. Así voy, queriéndome.


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