No sabéis, o quizás sí, lo que es la frustración. El acto de querer escribir, tener fe, serla, y no poder. Querer y no poder. Frustra. Acaba contigo, la pacienca y la esperanza. Y escuece tanto la herida que duele. Y supongo, será por eso que un escritor no puede darle guerra al tema y acaba dándole tregua. Tanta, que se ahoga en ella.
El momento. Ese. En que enciende el ordenador y, pum, la hoja en blanco más de cuarenta y cinco minutos. Seguidos. Sin pestañear. Mirándola. Se burla de ti, te restriega por la cara lo que tanto tiempo has estado haciendo y que, actualmente, simplemente, no puedes. Canturrea, baila, ríe.
Agobia y es doloroso para él.
Y llora, el escritor, acaba en llanto. Uno ahogado en un grito. No puede perder los papeles y, aún así, los acaba perdiendo.
Es triste, desolador. Rompedor.
De todo;
De cada letra,
punto y coma.
De cada palabra y frase.
Rompe hasta el cerebro del célebre.
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