Todo o nada.
Ya no lo sé.
Ella, andaba por las calles de Barcelona, centrándose en la música que salía de su ipod y en sus pensamientos tan desordenados. Tenía un objetivo en mente: no llegar a ningún lugar. Andar sin ningún rumbo. Se sentó en un banco y se puso a observar el paisaje, más concretamente, las hojas otoñales, como sus ojos, reflejados por el sol, deslumbrados de llantos intermitentes, indefinidos, imprimidos, interminables.
Al cabo de un rato, alguien se sentó a su lado. No era un anciano, tampoco un niño sino él. Su amado, en pasado, pues ya no lo amaba, ni lo quería. Y es que aquel sentimiento que parecía no terminar, terminó. Se heló y se deshizo.
-Hola -entabló conversación él.
Ella, sutilmente, giró su cabeza hacia la izquierda y le respondió con otro «Hola».
– Necesito saber de tu pasado.
-Ya no importa.
– ¿Por qué?
– Porque, en algún momento, no sé cual, me dejaste de importar, te dejé de importar.
– Lo sé, sé que sientes que no me importas, pero es todo lo contrario.
– No me lo has demostrado y, si lo has hecho, no lo he percibido, ni lo he notado. Tus actos no han dicho tus palabras, tus palabras no han dicho tus actos. En resumen, que no has hecho lo que estás diciendo.
Y se levantó, con los ojos cristalizados, como ya era habitual en ella. Porque las flores se marchitaron, porque su pasado le dolía demasiado. Porque nadie la comprendía. Porque nadie la había cuidado. Ni el mínimo detalle, ni la mínima intención. Nada de nada.
Las hojas otoñales iban cayendo de los árboles, poco a poco, deslizándose, perezosamente, por las corrientes del aire. Y, ella, iba, poco a poco, derrumbándose hasta quedarse sin aliento, hasta dejar de quererse, hasta dejar que su corazón bombardeara, hasta llegar al odio máximo hacia el mundo.
Frustrada, aquella era la palabra. Frustrada. Le gustaría que alguien, alguien en aquel mundo, sintiera amor eterno hacia ella. Pero aquel verdadero, el que se siente, el que no miente. El que tiene fundamentos. El que no tiene sollozos, el que tienen sonrisas y, alegrías.
Las lágrimas resbalaron por sus mejillas al compás de sus pasos andar, por encima del cemento, por debajo del infierno, por el medio del cielo. Alguien, tocó su hombro derecho y, ella, se giró mientras sus hombros subían y bajaban rápidamente.
– Muñequita, no llores. ¿Qué te han hecho? ¿Y quién? Debería ser un desalmado.
No lo dijo, pero lo pensó: «Yo, yo soy la desalmada».
Sus llantos se intensificaron. Y ella no se daba cuenta de que, quien la abrazaba, era a quien había amado.
Tampoco sabía que ella misma se había destruido. Que era las consecuencias de sus actos y que las causas iban más allá de sus errores. Y que, sus errores, eran más grandes que sus consecuencias, porque de sus causas descendían las consecuencias que, anteriormente, amanecían los actos para equivocarse. Para desalmarse.
– 25 de Octubre de 2017
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