Me saco las espinas de la rosa herida, casi florecida, de una en una y, aunque duela, poco a poco me caigo de pie. Entristecida, sobrevive. A veces, ensombrecida. Pero mírale los pétalos derramados en el suelo: se van volando hacia el cielo y allá, en lo más alto, saltan, a posteriori, el vacío ennegrecido. Tranquilamente, dentro de una serenidad abstracta, extraña, coloreándose. Sí, se van pintando porque mi hueco, el del antaño con tanto daño, acabó por pudrirse, y ahora ha decidido nutrirse. Qué proceso tan bizarro y, al mismo tiempo, jodida brutalidad. La barbarie: con todas las cicatrices batallándose en una guerra interminable. La vida, que parece ingobernable, también aquel hilo quebrantable, como aquella estrella que estalla porque es bella, ella. Y me quedan aún tres pies de más, que luego camino del revés, pero vaya latir. El palpitar, el repiqueteo dulce y sanador y hermosamente ya florecido. Obsérvame porque estoy aquí gobernándome a mí. Se siente como tener el imperio entre mis manos. Así, inmensamente. Las hojas del pasado, ¿Para qué las quiero? Están tan descritas, que entre líneas he decidido ir colocando los puntos finales y acentos cerrados. Además de ir quitando los párrafos o frases ambiguas, sí, porque me quiero inédita, con saliva y mucha picardía. Para hablar y decir aunque sea con la boca silenciada y la fe desterrada y tenga mil argumentos, porque por fin me quiero así y aquí y en mí.
De la rosa florecida
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