Estoy carcomiéndome las entrañas, las saboreo tan intensamente que acabo por matarme, por hundirme en mi propio hueco porque, al fin y al cabo, soy eso: un conjunto de vacíos o heridas, depende la perspectiva. Estoy ahogándome, pero sobreviviendo, quiero decir, flotando en un océano, invisible, aunque palpita, latente, dentro de mi ser. Son sus olas coléricas, descoloridas que quieren pintarse de alguna forma y, en vez de, eso, se transforman en algo abstracto.
Han pasado tantos días, que ya ni sé cómo me siento. ¿Cómo voy? ¿Levito o arraso el suelo tocando de cabeza al infierno? Puede.
Ha pasado el tiempo y su noción se ha perdido entre las nubes grisáceas que van latiendo al son de la lluvia. Y entonces pienso, o me cuestiono, que ya nadie me pregunta cómo estoy y, si alguien, por alguna casualidad, lo hace, no sé responder.
Los porqués se han marchado a conjunto con las respuestas, todos en un mismo saco, o vuelo, y allá se han quedado. Allá siguen viajando. ¿Dónde? Lo desconozco, y me observo en el espejo, me reconozco, ¿O simplemente estoy tan muerta que estoy viviendo porque sí?
¿Cómo estás, nena?, la duda ofende, muerde. Porque mi amor propio, si es que aún habita por aquí, solo se dedica a lanzar el anzuelo y pescar una pizca y otra y otra y otra de un coro de miedos, o anhelos, a rebosar de una fe ennegrecida. Solo queda sentarse sobre una misma, dejar de plantar semillas, arrancar la herida e ir disparando balas para matar la soledad. Aunque, bueno, soy la neblina, tengo demasiadas flores marchitas, me escuece todavía la cicatriz y solo sé esquivar balazos, porque si miro de frente a la tristeza y la agarro para lanzarla al mar, esta siempre se dedica a regresar, en bucle, en un círculo vicioso, hacia mi cobijo.
Deja un comentario