No sé hasta qué punto soy feliz. Con mi vestido de puntos y mis Converse camino por la ciudad llena, yo, de una ansiedad que viene y no se va. No se va. Porque los días pasan, las dudas aumentan y la tristeza se asoma a mi vida desde una ventana, la que refleja un aire desesperanzado y decaído. Ya no soy persona, ni muerto. Directamente, ya no soy. Es curiosa la vida como te hace sentir, tanto, que estallas a ratos y a pedazos en silencio. En uno que parece que esté vivo, pero es tan sutil… Que cuando se agranda, peta. Como una granada. Y, luego, la nada. Un vacío extenso por todo mi cuerpo interno. El órgano vital deseoso de florecer, pero se va marchitando, danzando en un vaivén que ya no va ni viene. Y la ciudad, desilusioanda, se rompe. Se destruye para siempre. Desaprende para jamás volver a aprender porque cada dos por tres ahí está: la piedra. El jodido y asqueroso error que, con mucho dolor, ya no tiene cura.
El error
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