Pues han pasado muchos días y meses, cuyos han sido duros porque los he pasado sufriendo, pero porque yo quise. Elegí hundirme en una tristeza profunda en vez de acariciarla con amor. En vez de cuidarme. Ahora soy una niña feliz, enamorada de mi vida, de mi misma. Quiero decir, estoy sonriéndome. Me observo en el espejo y veo mi reflejo y me mira. ¿Y sabes qué? Me sonríe. Voy caminando con arte. Así soy: un caos artístico. Un cuadro de miradas fugaces llenas de amaneceres.
Ayer, después de charlar, más con la mirada que con la boca, al final me descubrí, o descubrió -él de mí- que estoy en el mundo terrenal. Aquella idealización se ha esfumado. Todas las ilusiones han desaparecido. Estoy viviendo en la realidad. Por fin toco de pies al suelo. Por fin soy. Así. Tal cual. De carne y hueso y sin corazonadas ni instintos ni impulsos incoherentes.
Porque es cierto que los seres humanos deseamos volar más allá de las nubes para sentir que estamos vivos y, al final, acabamos muertos, suicidándonos sin poder parar. Sin poder deternos. Nos agarramos a ella y nos despersonificamos y creamos nuestra propia muerte. Un vacío inerte que está, que es ser. Que se convierte en un hueco y luego otro y otro y, sin querer, somos la soledad.
Todo esto significa que he soltado la bomba que llevaba dentro. Solo queda escribir la miseria pasada para poder analizar, aprender de una misma y crecer.
Hace unas horas atrás puse la semilla. Me queda florecer y siento tan de dentro hacia fuera que sé que en un futuro habitará un jardín en mi interior.
Así que sí, estoy floreciendo.
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