-¿Sabes qué pasa? -la miró dubitativo y confuso pero a la vez curioso. -Que los tíos sóis unos gallinas. No tenéis huevos, os acojonáis.
Y antes de que abriera la boca, giró sus talones y dio media vuelta.
-Me voy.
Una vez ya en la calle, oscurecida pero con una luz intacta en el cielo, brillando, anduvo rápidamente mientras la rabia le subía a la cabeza, recorriendo sus venas. Estaba harta, siempre le pasaba lo mismo. Y es que cada vez que a ella le empezaba a gustar un chico y, este, parecía que también le gustaba ella, todo cambiaba. Un giro radical, una patada en la cara, un culetazo en el suelo.
Estaba en su habitación y allí, enredada entre sábanas, hundió su cara en la almohada. Lágrimas ahogadas, secas, silenciadas; las que más dolían en el alma. Se durmió. Y allí se quedó, medio sumisa de su depresión.
A la mañana siguiente miró el móvil; dos llamadas perdidas y diez mensajes de él. ¿Qué carajos quería? ¿Qué pretendía?
Pasó, como quien cruza un paso de zebra.
Y no salió de casa, y se ahogó en su pena, melancolía, tristeza y nostalgia. ¿Demasiado tarde ya?
Entonces, después de asearse, salió a la calle para, con suerte, despejar su mente. Se lo encontró, en la puerta de su casa.
-¿Qué carajos quieres?
-Hablar contigo…
-Demasiado tarde. -Comenzó a andar, hacia un rumbo indefinido.
-Oye… -y antes de que pudiera alejarse más, la detuvieron sus palabras. -Me gustas. Y sí, joder, he sido un idiota en no demostrártelo, en tirar la toalla y dejarte marchar. Pero ahora estoy aquí, intentando arreglarlo. Y ya sé que lo roto nunca jamás será reconstruido, y ya sé que va a costar, y ya sé que esto duele. Pero si nos tiene que doler, que sea juntos.
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