Un espejo en su derecha, un hueco en su izquierda. Se miró, se observó y se odió. Fracturada, aquella era la palabra para definir su cuerpo. Estaba desnuda, un reflejo vacío, un corazón frío. Se puso detrás de la oreja un mechón castaño, que caía delicadamente por su rostro. Su rostro; sus ojos hundidos, moratones debajo de ellos, cansados y una lágrima corriendo por su mejilla, después otra y, unas cuantas más. Infinitas, inalcanzables, quebrantables. Sollozos discretos, sinceros.
Después de secarse con la yema de los dedos las gotas saladas, abrió el grifo y se lavó la cara con agua endulzada, que seguía cayendo, abundante en cada rincón de aquel baño. Levantó la cara, igual de marchita, pero no tan mojada, y se giró bruscamente, dándole la espalda al espejo. Se sentó en el suelo porque sus piernas ya no podían soportar tanto dolor y, entonces, observó su alrededor.
Cuatro paredes, azules, un váter blanco, donde encima había ropa, y una ducha, a conjunto con un corazón roto, un trozo de razón perdida, la locura amanecida, un cuerpo destrozado y una chica aun con vida. ¿Qué hacía allí metida si se quería? Odiándose, pero se quería. Era una bonita forma de amarse, odiarse. Aun así, al cabo de unos minutos, largos, decidió vestirse con la ropa que tenía encima del váter y salir.
Temblorosa, temiendo, cogió el mango de la puerta y, aquella, se abrió. Salió entrando en otra habitación. Anduvo hacia la ventana y se quedó observando el paisaje. Árboles con las hojas anaranjadas, secas, un río sin agua y montañas desérticas; el otoño más triste de su vida.
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