Mírala, mírala que bonita ella, como llora, como destella, como enciende el fuego en una alma enternecida. Como arrasa, arranca y abunda en destruir. En destruir todo aquello que quiere, que ama. Que la vuelve loca y ya no puede tener entre sus delicadas lágrimas y, que, estas, salen a relucir, a brillar, a la oscuridad amanecida.
Porque anduvo hacia su rumbo, empezando a resquebrajar un corazón, a iluminar, aquellos ojos tan comunes, marrones.
Porque estaba maldita y era hechicera, endemoniando los cielos llenos de ángeles puros, es decir, de muertos que quieren morir y siguen viviendo. Esos sí que son valientes, alzan sus copas al infierno y tiran al regazo de Satanás los residuos de sus bocas.
Sus lágrimas, ahora las que son disparadas por las nubes, seguían cayendo como cascadas, pero detenidas en medio del rumbo pues eran disecadas, aplastadas con las yemas de sus dedos. Rayos y truenos.
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