Recuerdo aquel instante perfectamente. Me dolía la cabeza, el cráneo me rebotaba como una pelota de tenis. Entré al vestuario y me metí en el penúltimo retrete. Sentada encima de la tapa blanca y con el pistillo puesto. Estaba mal. Fatal. Y no podía, pero, a pesar del dolor interno que sentía, salí adelante. Logré, con mi cabeza desencajada, salir del baño, desnudarme y ducharme. Recuerdo que lo busqué por todas partes. ¿A quién? Al hombre invisible, pues era inexistente y a ciencia cierta allí no estaría. Caminé hacia mi casa y durante el trayecto escuché cómo alguien hablaba a mis espaldas. Además, no dejaba de girarme pues alguien me seguía. ¿O no? Lo único que no desistía eran mis textos y mis lágrimas, porque eran los que me acompañaban. Los que aguantaban la resaca de mi alma y la destreza de mis actos.
Anormal
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