«Todos buscamos amor», suelta mi subconsciente. Mastico las tres absurdas, y malditas, aunque ciertas, palabras. Me gustaría absorberlas para luego escupirlas. ¿O esculpirlas de una pizca de amargura? Anoche me las tragué, acabaron engulléndome, que al soltarlas esta magnífica tarde han salido contaminadas. Les soplé algunas margaritas y, en vez de florecer, culminaron enturbiadas hasta el amanecer. Observé el aire que se ensombreció, se llenó de chispas de dolor. La melancolía va danzando al son de la alegría que se quiere muy viva, pero que termina desubicándose en la cara de la hipocresía. «Y yo qué sabré», explotará el reflejo ensombrecido. Se quiso, se quiso. Ahora y aquí, el espejo baila con más de mil pedazos esparcidos por el suelo. Intenta saltarlos; en el corazón se le han clavado. Derramándose está, y va. Pero hoy es jueves, quiero decir, martes, uno cualquiera, y en esta breve tarde, suspicaz, que se cae, sigue mi pedal encallado, estancado. Me quiero enamorar, que sea de verdad, con algo de piedad y mi queridísima alma, que sea arropada y no angustiada ni acojonada ni tampoco se encuentre atrapada entre las varias roturas, imposibles de arreglar, del espejismo roto, incapaz de coserse ya las heridas disecadas.
Encontrando el dolor
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