Veranos sin fin

Se echó en la cama y comenzó a imaginarse en su cabecita loca, llena de caos y desastre como caminaban por un prado lleno de rosas, agarrados de la mano y sonriendo al mismo compás. Hacía un sol resplandeciente porque era verano. Y una brisa caliente rozaba sus rostros. Iban sin zapatos haciéndose cosquillas en los pies y en el corazón. Se miraban de vez en cuando. Ella a veces fijaba su mirada en el suelo mientras se mordía el labio inferior. Luego de caminar hacia un lugar indefinido, se acomodaron en el pasto, uno al lado del otro. Se quedó observando el cielo, los dibujos que hacían las nubes. Él la observaba con una felicidad y orgullo llenándole el pecho entero. «Qué suerte tengo de tenerla», pensó. Y cuando ella le miró, él aprovechó y la besó. Después, le acarició los dedos con los suyos y agarrándole la mano la levantó cuidadosamente del suelo. Le guiñó un ojo y la sorprendió con una rosa. No era un día especial, sino su primera vez juntos en un prado maravilloso. Mágicos eran, desprendiendo amor por los poros de su piel. Siguieron su rumbo sin detenerse y así hasta llegar al lecho juntos.


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