Era un día lluvioso, húmedo y fresco, aunque no demasiado. El suelo estaba mojado -un puzzle de charcos- las hojas de los árboles se movían al compás del aire que iba y venía, sutilmente, y se entre veían rendijas en el cielo, medio gris, medio azul celeste.
Salí y me dirigí hacia la estación, preguntándome a cada paso qué sería de él. Hasta que le vi, de espaldas, y lo reconocí.
En aquel momento sólo podía pensar si me perseguiría, si seguiría mis huellas y si las alcanzaría. Si sentiría latir su corazón al compás del mío, si sería comprendida y si había una pequeña posibilidad de que me leíera, y no el cuerpo sino el alma.
Fruncí el ceño y bajé la cabeza enfocando mis ojos en el suelo hecho de cemento, supe, por un instante eterno, que sería imposible. Ya nadie podría volver a ser conmigo. Había perdido la capacidad de querer, de ser vida con alguien. De sentir.
Seguí mi rumbo, aparentemente despreocupada, internamente acongojada. ¿Qué sería de mí? Me pregunté una y otra vez. No lo sabía. Lo único que sabía era que mi corazón se había cerrado con un candado donde la llave no se hallaba en ninguna parte.
¿Sería alguien capaz de volvérmelo a abrir?
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