Disimuladamente me acentúo las pestañas o las entrañas. Extraño nuestras miradas, que se crucen en un atardecer impreciso, como si fuese cualquier inciso. El impulso, el vaivén de ir y gritar «¡Ven!» Se marchó cobijándose en otro placer. El del número treinta y tantos, allá van unos cuantos. Me he perdido contando los cuartos. ¿De qué? Ya ni lo quiero saber porque eso significa perder. Tiempo atrás magnifiqué, sí, equivocándome: pinté de colores, y muchísimos sabores (abstractos) la nube que acabó convirtiéndose en un sujeto ennegrecido. Mi reflejo querido. Después, sin querer, atravesé la silueta y culminé reconstruyéndome de una pulmonía que, a posteriori de estallar, ha estrellado. Ahora le han nacido algunas florecillas, nada, cinco margaritas. Resulta que vuelan, y que huelen a algodón, que se componen de picardía sin quitarte la alegría. ¿La viste? Está oliendo a sabiduría, y tanta, que se siente la belleza, y la vejez, interna, no tan hueca ni cabizbaja, de la poesía, pues mi ser externo iba a conjunto con ella. Dejó de de detestarse, de apestarse y separarse. Al fin, decidió unirse. Bueno, luego de desvestirse, o es que, dentro de su simplicidad, repitió tanto el verbo… El sujeto se ha quedado quieto: ha pisado el penúltimo acento. De mientras se saca el sombrero. ¿O a acción significa que se lo quita? Vaya, abundan las analogías con la vida. ¿O eran diferencias? Se me escapan, a escupitajos, las paradojas. Será que han saltado el charco -ensangrentad- del martes pasado. Un cuadro que se dio el lujo de deshacerse a pedazos. ¿Soy yo ese espejismo roto? La costura, se te ha caído.