Las olas (1931) de Virginia Woolf (1882-1941) es un paseo por la vida desde que somos pequeños hasta que envejecemos. Ese transcurso es narrado desde seis perspectivas que son los siete personajes: Jinny, Louis, Susan, Bernard, Neville, Rhoda y Percival, que este último aparece indirectamente. Los primeros seis narran sus experiencias y sensaciones mediante el recurso narratológico del diálogo, que parecen ser monólogos interiores. ¿Lo son realmente o son pura coincidencia?
Inician, los protagonistas, una nueva etapa escolar, un sitio religioso donde abunda la añoranza y la tristeza y donde son uno más entre la gran multitud. Después de la misa, salen al aire libre y se echan en el césped. Cada personaje dialoga en voz alta con su pensamiento y, con ello, desde esos diálogos individuales del «yo», se va narrando la trama de la novela. La mayoría de ellos detestan la escuela o sueñan con estar en otro lugar o ser otra persona.
Bernard es muy distraído y siempre llega «demasiado tarde». A Neville le gustaría ser otra persona, es decir, tener más actitud y cualidades positivas, aunque tiene el don de ser muy creativo, un artista. Se compara mucho con Percival a quien le tiene envidia. Louis es un excelente estudiante, el mejor, aunque cuando llega la noche se siente solo y se marcha a otro espacio a ser libre y a estar en paz. Tanto Susan como Jinny y Rhoda desean que termine la escuela para poder regresar a sus respectivas casas y así poder respirar y ser libres, entre otras sensaciones abstractas. A posteriori de la etapa escolar, cada uno de ellos viaja hacia Londres.
Es una novela circular porque empieza con una escena romántica, donde Jinny besa a Louis y, al mismo tiempo, es dramática, por parte de otro personaje, Susan, quien se rompe por dentro, sintiéndose una desgraciada, llena de soledad. De la misma forma culmina la novela, pues Bernard, el que cuenta la historia final, explica cómo Louis se encuentra solitario dentro de su individualidad, más un sentimiento melancólico, rememorando el pasado, de lo que fue y de lo que pudo haber sido, y como ya todo está hecho. Los días que restan están contados, ya que es el final de la vida. Concluye, entonces Bernard, con una metáfora de la existencia vital, la muerte, que es a donde todos nos dirigimos. Y es interesante como los cada «yo» que parecían estar separados, divididos, se unen y, en vez de ser varias facetas, terminan siendo sólo una. Por tanto, en el tramo final es cuando el ser humano se abre ante esa incógnita, donde se ilumina y, finalmente, se resuelve y se ve transparente, porque el reflejo y el espejo son el mismo. Por fin uno es capaz de comprender el sentido de la muerte que, al fin y al cabo, es esa simple, y a la vez, complicada vida.
Ese descubrimiento transcurre por varias fases que van desde la niñez hasta la vejez, donde nos cuestionamos distintas preguntas. Qué significa ser poeta; de qué manera uno se define como «poeta»; quiénes somos realmente: una faceta o varias de un mismo «yo»; en qué consiste amarse a una misma, en priorizarse, en saber elegir, en poner límites…; qué somos, de qué estamos hechos; hacia dónde vamos exactamente; en qué consiste el matrimonio, y quién es cada uno cuando se casa, en qué se transforma; y qué es, entonces, el amor, de qué forma amamos al otro y de qué maneras, y un largo etcétera.
En definitiva, no somos nada y nunca hemos ido hacia ningún lado, porque solo vamos hacia la muerte convirtiéndonos en la nada. Por tanto, en la vejez lo único que queda es recapitular, recordar el pasado y tener una acumulación de cosas, sensaciones y emociones ya pasadas, que no están en su auge. Así pues, la muerte es el enemigo, y siempre lo será, del ser humano, que siempre acaba llegando y arrasando con todo, llevándose la vida.